miércoles, 26 de enero de 2022

LA NEUTRALIDAD, ESA PALABRA INNECESARIA

                                                                                                                              Danilo Dueñas

       Convengamos que estamos vestidos, a nuestro cuerpo le hemos añadido ropas; o sea, las huellas (matriz) de una cultura, con algo ―ínfimo― de toque personal, según un estado de ánimo, dependiendo de una capacidad económica, correspondencia con el ambiente, el clima y la singularidad que, sabemos, será el lugar a donde estamos yendo y donde estarán otros/as. Aquello de estar vestido, sin embargo, no quita que podamos sentir el frío, la lluvia, la mano amiga, el dolor. Lo sentiremos a nuestro modo... Algo similar ocurre en la relación que elaboramos con las cosas y los otros/as. Aquello que percibamos y cómo lo nombremos no será sino la expresión de una historia que nos ha formado y un presente emocional que nos coloca el cuerpo de determinada forma, para sentir el mundo o, para sentir señales posibles del mundo. Ese relacionarnos y su registro, construirá las ideas que nos haremos sobre el otro y lo otro. No podrán, las emociones y las ideas, nacer al margen de nuestra relación con lo que hacemos y lo vivido.

       En el espacio de terapia el cuerpo del/la terapeuta está vestido. Trae un bagaje. No puede mirar con los ojos que no posee, no puede dejar de ser historia para ser una tábula rasa donde se inscriba el relato del consultante o los consultantes, no puede ser nadie para evitar que la narración del otro/a sea producto de la relación. No puede dejar de ser cuerpo que ignora, relaciona, imagina, conoce y se emociona. No puede sino ser ese devenir incontrolable y posible de una relación.

       Explicado así este límite perceptivo podríamos derivar en la idea de que en el espacio de terapia constitutivamente es imposible el escuchar (lo cual sería el fracaso de cualquier tentativa terapéutica). Sin embargo, lo que sucede es que también aquello que llamamos escuchar quizá necesite de otra explicación (otros sentidos) una vez que hayamos valorado la premisa de la imposibilidad del ser neutral. Digamos, entonces, que también el escuchar es propiedad del cuerpo, no solo como una capacidad biológica sino, sobre todo, como la posibilidad de un activarse, de un materializarse o aparecer, gracias ―precisamente― a la presencia del otro/a y de esa com-unión (o común-unión) lograda con el él/ella. Escuchar quizá tenga que ver menos con el análisis del discurso del otro/a que con la capacidad de emocionarnos en la relación que elaboramos. La comunión no sería el que pensemos medianamente igual sino, justamente, la trascendencia de ese juicio que intenta normalizar o anormalizar al otro/a. Dejarnos tocar por lo que a él/ella le sucede y valorar también aquello que me está sucediendo en ese presente de la terapia es conceder un espacio vital al encuentro, a la sazón menos asimétrico y sí más acorde con la necesidad del consultante; a saber: que el relato de su experiencia y, la experiencia de su relatar, sean valorados no en una generalidad que minimice toda aquella diferencia y singularidad que busca —por todos los medios— mostrarnos.

       De lo que se trataría, entonces, sería no de una lucha contra sí mismo (a veces inevitable y necesaria también) en el presente de una terapia (el terapeuta que tiene emociones, historia, preferencias, maneras de entender o registro particular de señales o datos), sino de colocar la experiencia acumulada y un presente acogedor al servicio de una capacidad mayor de viaje en el relato del otro/a. La ética supondría un trabajo del terapeuta por desengancharse de prejuicios (una derrota, a fin de cuentas), ideas rígidas, historias dolorosas de vida sin resolución, pautas culturales o familiares sin revisión o reflexión, para que la mirada profesional no adjudique tanto o demasiado. El límite perceptivo que, ciertamente puede ser un lugar de encuentro, podría también ―sino reparamos en ello― ser lo que anule al otro/a, un auténtico espejismo, una auténtica representación del otro/a.

       Darle un espacio a las emociones y sus resonancias no es un límite limitante o empobrecedor, sino un límite que conecta, que vincula la experiencia y los cuerpos de uno y otro lado. Es ese límite el posible lugar del encuentro. Darle un lugar al emocionar, de todas maneras es solo un decir; las emociones existen más allá de cualquier voluntad. Y abordar ese reconocimiento, que sería una especie de ética del saberme en un contexto (y de saberme un contexto), podría señalar que aquello que una vez llamamos el vivir, no puede sino solo ser un con-vivir. Un convivir donde es imposible desarraigarme de lo que me sucede. Y donde el arraigo posibilita eso que llamamos encuentro.

LA NEUTRALIDAD, ESA PALABRA INNECESARIA

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