Danilo Dueñas
Convengamos que estamos vestidos, a
nuestro cuerpo le hemos añadido ropas; o sea, las huellas (matriz) de una cultura, con algo
―ínfimo― de toque personal, según un estado de ánimo, dependiendo de una capacidad
económica, correspondencia con el ambiente, el clima y la singularidad que,
sabemos, será el lugar a donde estamos yendo y donde estarán otros/as. Aquello
de estar vestido, sin embargo, no quita que podamos sentir el frío, la lluvia,
la mano amiga, el dolor. Lo sentiremos a nuestro modo... Algo similar ocurre en la
relación que elaboramos con las cosas y los otros/as. Aquello que percibamos y cómo lo nombremos
no será sino la expresión de una historia que nos ha formado y un presente
emocional que nos coloca el cuerpo de determinada forma, para sentir el mundo o,
para sentir señales posibles del mundo. Ese relacionarnos y su registro, construirá las ideas que nos haremos sobre el otro y lo otro. No podrán, las emociones
y las ideas, nacer al margen de
nuestra relación con lo que hacemos y lo vivido.
En el espacio de terapia el cuerpo
del/la terapeuta está vestido. Trae
un bagaje. No puede mirar con los ojos que no posee, no puede dejar de ser
historia para ser una tábula rasa donde se inscriba el relato del consultante o
los consultantes, no puede ser nadie para evitar que la narración del otro/a
sea producto de la relación. No puede dejar de ser cuerpo que ignora, relaciona,
imagina, conoce y se emociona. No puede sino ser ese devenir incontrolable y
posible de una relación.
Explicado así este límite perceptivo
podríamos derivar en la idea de que en el espacio de terapia constitutivamente
es imposible el escuchar (lo cual sería el fracaso de cualquier tentativa
terapéutica). Sin embargo, lo que sucede es que también aquello que llamamos
escuchar quizá necesite de otra explicación (otros sentidos) una vez que hayamos
valorado la premisa de la imposibilidad del ser neutral. Digamos, entonces, que
también el escuchar es propiedad del cuerpo, no solo como una capacidad
biológica sino, sobre todo, como la posibilidad de un activarse, de un
materializarse o aparecer, gracias ―precisamente― a la presencia del otro/a y
de esa com-unión (o común-unión) lograda con el él/ella. Escuchar quizá tenga
que ver menos con el análisis del discurso del otro/a que con la capacidad de
emocionarnos en la relación que elaboramos. La comunión no sería el
que pensemos medianamente igual sino, justamente, la trascendencia de ese
juicio que intenta normalizar o anormalizar al otro/a. Dejarnos tocar por lo
que a él/ella le sucede y valorar también aquello que me está sucediendo en ese
presente de la terapia es conceder un espacio vital al encuentro, a la sazón
menos asimétrico y sí más acorde con la necesidad del consultante; a saber: que
el relato de su experiencia y, la experiencia de su relatar, sean valorados no
en una generalidad que minimice toda aquella diferencia y singularidad que
busca —por todos los medios— mostrarnos.
De lo que se trataría, entonces, sería
no de una lucha contra sí mismo (a veces inevitable y necesaria también) en el
presente de una terapia (el terapeuta que tiene emociones, historia,
preferencias, maneras de entender o registro particular de señales o datos),
sino de colocar la experiencia acumulada y un presente acogedor al servicio de
una capacidad mayor de viaje en el relato del otro/a. La ética supondría un
trabajo del terapeuta por desengancharse de prejuicios (una derrota, a fin de
cuentas), ideas rígidas, historias dolorosas de vida sin resolución, pautas
culturales o familiares sin revisión o reflexión, para que la mirada
profesional no adjudique tanto o demasiado. El límite perceptivo que,
ciertamente puede ser un lugar de encuentro, podría también ―sino reparamos en
ello― ser lo que anule al otro/a, un auténtico espejismo, una auténtica
representación del otro/a.
Darle un espacio a las emociones y sus
resonancias no es un límite limitante o empobrecedor, sino un límite que conecta, que
vincula la experiencia y los cuerpos de uno y otro lado. Es ese
límite el posible lugar del encuentro. Darle un lugar al emocionar, de todas maneras
es solo un decir; las emociones existen más allá de cualquier voluntad. Y abordar
ese reconocimiento, que sería una especie de ética del saberme en un contexto (y de saberme un contexto), podría
señalar que aquello que una vez llamamos el vivir, no puede sino solo ser un
con-vivir. Un convivir donde es imposible desarraigarme de lo que me sucede. Y
donde el arraigo posibilita eso que llamamos encuentro.